emociones

Un cerebro incapaz de sentir es un cerebro incapaz de decidir. Esa fue la conclusión del neurólogo Antonio Damasio después de conocer a Elliot. Su historia nos permite entender mejor por qué el márketing lleva tanto tiempo tratando de pulsar las emociones de los consumidores.

Durante siglos, la filosofía ha estado apelando a la razón como la parte más noble del ser humano, la que nos convierte en los reyes de la creación elevándonos por encima del resto de animales. Pero las modernas neurociencias han dado la vuelta a esta tesis demostrado que, sin la emoción, la razón no existe. Es más, han concluido que ese ser humano ideal desprovisto de emociones que los filósofos imaginaron en algún tiempo, es en realidad un perfecto idiota incapaz de casi todo.

Esa persona sin emociones era Elliot, un hombre que había demostrado ser un excelente trabajador, un marido y padre modélico y un ciudadano comprometido y que, después de que le extirparan un tumor cerebral, comenzó a mostrar un comportamiento realmente extraño: necesitaba analizar constantemente detalles en su vida cotidiana que hasta ese momento habían sido irrelevantes para él. Si tenía que firmar un documento estudiaba hasta la extenuación la posibilidad de usar un bolígrafo azul o negro; antes de salir a una comida, diseccionaba minuciosamente las cartas de los restaurantes y, una vez en ellos, podía tardar muchos minutos en elegir una mesa en función de la iluminación, la distancia a la entrada, etc…; y para poder cerrar una cita con el médico podía pasar más de media hora mientras hablaba de citas previas, citas próximas o de condiciones climáticas, comparando opciones y previendo posibles consecuencias hasta que hacía perder la paciencia incluso a quienes estaban analizando a su singular forma de vivir.

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Su vida se había vuelto ridícula. Y tristemente trágica porque ese comportamiento arruinó toda su existencia anterior. Perdió el empleo y fracasó en varios negocios. Y en 1982 se presentó en la consulta del neurólogo António Damásio gracias al cual conocemos su caso puesto que se convirtió en el inicio de una apasionante investigación. Damasio estudió al pobre Elliot y advirtió que su inteligencia era normal y que la intervención quirúrgica en su cerebro no había alterado su capacidad cognitiva y su cociente intelectual. Seguía siendo un tipo listo pero tras su paso por el quirófano se había provocado un cambio drástico en él: era incapaz de sentir ninguna emoción ni siquiera ante lo que estaba sucediendo con su vida.

A partir de este encuentro, Damasio comenzó a trabajar con otros pacientes que habían sufrido lesiones similares en una zona cerebral denominada corteza orbitofrontal, observando que las personas que no podían experimentar emociones sufrían verdaderos problemas para tomar decisiones, incluso las más triviales. Una década después, el neurólogo y premio Príncipe de Asturias publicaba un título clave para el conocimiento humano titulado El error de Descartes en el que concluye que solo cuando conectamos los sentimientos con el pensamiento consciente podemos tomar decisiones y que para elegir una pareja, un plato en el menú o una mercancía en el escaparate o en el lineal debemos sentir emociones hacia una u otra opción.

Después de la publicación de este libro en 1994, el márketing no ha vuelto a ser igual. ¿Por qué Ikea habla de cenas en familia en vez de mostrarnos la solidez de sus mesas?, ¿por qué BMW evoca placer en lugar de concretar las muchas ventajas de sus coches?, ¿por qué Harley-Davidson muestra un modo de vida y no las funcionalidades de sus modelos? Porque gracias a Damasio sabemos que nadie elige una marca con la razón, sino partiendo de sus sentimientos. La razón entrará en juego después: cuando el comprador necesite justificar su elección.

Después de conocer el caso de Elliot, ¿aún seguirás insistiendo en que tus comunicaciones hablen de las características de tus productos?

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